La pintura del miedo

Cuando se mira el cuadro Cristo muerto en su tumba, ¿se mira también el cuerpo del judío ahogado en el Rin que una noche de 1521, en la neblinosa Basilea, golpeó repetidamente contra la orilla oeste del río? Porque la leyenda dice que Hans Holbein el Joven usó un muerto como modelo para pintar al Salvador momentos después de la crucifixión, es decir, cuando lo bajaron de la cruz, lo metieron en una caja y lo enterraron como a cualquier mortal. La leyenda dice, además, que la carne del ahogado estaba parcialmente podrida y que al pintor alemán no le importó ese detalle porque él buscaba para su obra un modelo real y, sobre todo, un rostro capaz de “contar” el instante en que la muerte se deja ver. El resultado fue un perturbador óleo sobre una larga madera de tilo (posiblemente la predela de un retablo) de 30 centímetros de alto por 2 metros de largo.
Lo que interesa es la historia del ahogado, el modelo, que por culpa de Holbein se mezcló en la historia pictórica del que resucita. Porque no sólo el pincel y el agua sucia del río los hermana, no sólo lo inverosímil de ambos hechos los fusiona (que ambos realmente hayan existido), sino la innegable sospecha de un crimen: a Cristo, sabemos, lo mataron por revoltoso, ¿y al judío ahogado en el Rin?
Hay quienes sostienen que todo comenzó cuando un integrante de la guardia suiza hacía su ronda por las calles cercanas al río. Según relató más tarde a sus superiores, el hallazgo fue durante la madrugada. El cuerpo, dijo, lo encontró desnudo flotando entre hojas y ramas negras. Desde su ingreso a la fuerza hacía más de un año (en Suiza se reclutaban para el resto de Europa los mejores mercenarios), el guardia no había reportado ningún hecho de importancia. Hasta esa noche sólo había notificado encuentros con ladrones, vagabundos, borrachos, prostitutas, gatos tuertos, gallinas amputadas y belicosos protestantes. Eran los tiempos álgidos a la Reforma y Erasmo llegaba a Basilea escapando de las polémicas sobre los usos y abusos de la iglesia católica.
La situación del guardia era complicada, desde el Ayuntamiento se exigían resultados sobre el accionar de la fuerza en las calles; su trabajo pendía de un hilo. Por eso sus jefes recibieron la noticia del hallazgo como una grata sorpresa. De inmediato hicieron circular la noticia de que el cuerpo que flotaba en el agua sucia del río, desnudo, flaco, con la boca abierta como si hubiera visto morir al mismísimo Salvador frente a sus narices, era una víctima de los protestantes.
Aquella noche de 1521 las campanas de la iglesia de Basilea sonaron cinco veces. Gran parte de los integrantes de la temible guardia acudieron a la orilla oeste del río. Después llegaron médicos y, junto a ellos, los enterradores. Ninguno de los curiosos pudo identificar al ahogado. “Se parece al granjero Bauer”, arriesgó una vieja; “Para mí es el manco que cría cerdos”, dijo un desdentado y varios aprobaron. Pero cuando descubrieron al manco entre la multitud, se rieron a carcajadas. Aunque no todos, para cierta gente el asunto del muerto era un poco raro: cualquiera sabía que la corriente de las aguas a esa altura del año (fin del invierno) era fuerte y un cadáver tan flaco debería haber sido arrastrado río abajo, hacia Alemania o Francia. No pocos sospecharon del guardia. Pero en la época de la Reforma las sospechas eran moneda corriente tanto como la destrucción a piedrazos de las imágenes cristianas.
Entonces uno tomó coraje y dijo “Vamos”. Sacaron el cuerpo del agua y lo depositaron sobre el suelo barroso. Los encargados de sostener las antorchas guardaban silencio como esos pájaros que por la noche duermen con los ojos abiertos para confundir a sus depredadores. Más de uno, bajo las llamas, pensó: algo habrá hecho. Envolvieron al muerto en un trapo sucio. El sudario, embarrado y húmedo, olía mal. Al levantarlo, tuvieron miedo de que se les quebrara. Depositaron el cuerpo con cuidado en la parte trasera del carruaje mientras el cochero acariciaba los hocicos fríos de sus caballos intranquilos. Eran dos petisos de Dülmen que apenas podían tirar del carro. Una vez que los logró calmar, se subió al pescante, gritó algo, y la historia se movió de la orilla oeste del Rin al estudio-taller de Holbein ubicado en las afueras de la ciudad.
A fines de 1933, el médico alemán Hans Killian visitó al menos quince veces el cuadro de Holbein en el museo de Basilea. Y una tarde creyó entenderlo todo: Holbein había visto en aquel judío el significado de una palabra: la escurridiza “Stimmung”, algo así como una disposición o estado de ánimo ante el final de la vida, una atmósfera de miedo, de terror y, al mismo tiempo, una suerte de tristeza, de renunciamiento. Él también intentaría ver esa palabra, pero no con pinceles sino con su cámara Rolleiflex de dos objetivos.
En enero de 1934, publicó el libro Facies Dolorosa, con el subtítulo de Das schmerzensreiche Antlitz (El rostro en el dolor). La expresión del título proviene de la medicina y se refiere tanto a rostros deformados por una dolencia como a la “expresión facial de una persona infeliz que agoniza”. El libro es un conjunto de 64 fotografías en blanco y negro de rostros de hombres, mujeres y niños moribundos, todos pacientes del hospital universitario de Friburgo donde Killian ocupaba el puesto de cirujano jefe. Un libro que impresiona, inquieta, no se olvida. El trabajo generó controversias: ¿eran fotografías de carácter científico o artístico? Para Killian el dolor no se puede diagnosticar, “hay que verlo de la misma manera que lo vio Holbein” en el rostro de aquel ahogado convertido en Cristo. “Ningún artista tiene derecho a sustraerse de la exigencia de representar la vida y la muerte tal como son”, sentenció. Desde ya que su propósito formaba parte de la mirada brutal del nazismo. “Como la mayoría de los miembros del establishment médico nacional-conservador en Alemania, Killian se unió al partido nazi a principios de 1933. Además, desde 1941 hasta el final de la guerra, con algunas interrupciones, Killian estuvo destinado en el frente con Rusia como 'cirujano con funciones de asesoramiento'. La visión del mundo de los cirujanos que tenían rango militar estaba en estricta alianza con el Estado”, aclara la investigadora Elisa Primavera-Lévy.
De la misma manera que Holbein recibió críticas por usar un cadáver como modelo para su pintura (de igual manera, pero mucho más tarde, las recibiría Caravaggio por inspirarse en un muerto para La muerte de la Virgen), sobre Killian cayeron furibundos reproches y se desataron agudas polémicas, todas en dirección a la cuestión si la ciencia sigue siendo ciencia cuando tiene por delante el sufrimiento humano.
Ahora bien, cuando miramos Cristo muerto en su tumba, ¿miramos también al judío hallado flotando en las aguas del Rin? Y si vemos a ese pobre hombre sin nombre hecho pintura, si vemos su rostro deformado por una visión acaso inesperada (¿las manos del guardia apretando su cabeza bajo el agua?), ¿no vemos también los rostros agonizantes capturados por la cámara Rolleiflex, esos moribundos en un hospital de preguerra? Entonces lo que vemos en el cuadro ¿es la historia de un crimen o la historia de múltiples crímenes que se repiten en la historia?
En 1867, Dostoyevski se pasó horas y horas frente aquella pintura colgada en el museo de Basilea. Lo tuvieron que sacar entre dos guardias: estaba por sufrir un ataque de epilepsia. “¡La fe de un hombre podría verse arruinada frente a ese cuadro!”, escribiría más tarde.