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Si vamos a ser peronistas, que no se note tanto, compañeros

Si vamos a ser peronistas, que no se note tanto, compañeros
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Los historiadores militares nos muestran cómo algunos de los mejores estrategas de todos los tiempos fueron quienes aprendieron con esmero y luego imitaron con eficacia las metodologías de sus enemigos. Se podría pensar que acaso por primera vez hay en el “campo del no-peronismo” un petit comité que ha resuelto estudiar las argucias del Movimiento, adaptarlas a sus objetivos ideológicos y practicarlas de un modo más o menos embozado. La osada táctica parece consistir en cosechar, en esta primera etapa, los votos republicanos de diferente pelaje, y con ellos destruir al “enemigo” con sus propias armas, para en una tercera fase directamente reemplazarlo en el territorio y en el imaginario.

“El nuevo peronismo somos nosotros”, ironizó alguna vez un miembro del círculo áulico. “No soy gorila”, advierte siempre el antiguo jefe económico de la campaña presidencial de Daniel Scioli. “Javier Milei juega con habilidad el juego, exactamente como lo haríamos nosotros”, susurra un ministro justicialista del gabinete de Axel Kicillof. La indisimulable admiración mileísta por el partido de Perón prescinde del “hecho aberrante” de que este ha sido frecuentemente la encarnación del estatismo, y se concentra solo en su praxis política. Tiene lógica: esa praxis le permitió una especie de hegemonía, mientras que sus distintos oponentes –dominados por los escrúpulos y la “tibieza”– nunca lograron hacer pie: son “perdedores natos”, para el alma libertaria. La consigna es copiarles entonces a los “ganadores” las astucias y picardías –incluso los pecados– para alcanzar y retener el poder: culto a la personalidad, aire mesiánico, verticalismo, batalla cultural, linchamientos simbólicos, industrialización del resentimiento, política polarizadora, hostigamiento a la prensa, pactos bajo la mesa, desprejuicio y transgresión, y el uso de personajes oscuros que actúen sin miedo y que sean capaces de infligírselo a los rebeldes, a los disidentes y a los incómodos; la “garra peronista”, su audacia sin límites, su capacidad para deshacerse de los reparos bienpensantes, su relativización de las reglas y su reconocida pericia para encantar y distraer con relato a la fiera más peligrosa de todas: la opinión pública.

Menem se auropercibía como un “pacificador” y un acuerdista que venía a proponer una “unidad nacional. Milei se presenta como un “destructor” con ansias bélicas y la voluntad de desunir para reinar

Esta pretensión viene de la mano de otra teoría: la fulminante aparición de Milei y la implosión consecuente del sistema político se parecen en parte a la irrupción prepotente y galvanizante de Juan Perón, que con su innovadora fuerza partidaria no sustituyó a nadie, más bien se devoró en un santiamén al laboralismo, los nacionalismos de entonces y el conservadurismo popular, y creó con todos ellos un nuevo lugar que no se parecía a nada. Ese razonamiento, su carácter refundacional, sus genes de populistas de derecha, y su necesidad de construir un kirchnerismo de mercado, acerca al general Ancap y a su estado mayor a la experiencia menemista, que conviene también a la narrativa para emparentar la baja de la inflación actual con la convertibilidad, y aquellas privatizaciones de los noventa con estas desregulaciones. Se trata, obviamente, de un simplismo: a “La Cámpora de Milei” la pueden bautizar “La Carlos Menem”, y los sobrinos de los riojanos pueden llevar las riendas de La Libertad Avanza, pero como dice el escritor Jorge Asís, el menemismo fue una experiencia interna del movimiento peronista, y esta es una apuesta externa de unos paracaidistas (outsiders y derechistas de distinto cuño) en la era de los algoritmos. Bien es cierto que los tiempos y los diseños partidarios cambiaron de manera abismal, que el mundo del trabajo hoy tiende al individualismo y que la revolución tecnológica obliga a pensarlo todo de nuevo. Pero también es cierto que Menem se autopercibía como un “pacificador” y un acuerdista que venía a proponer una “unidad nacional”, y que Milei se presenta como un “destructor” con ansias bélicas y la voluntad de desunir para reinar. No obstante, un gremialista que estuvo en la cocina del fenómeno Menem y que se acercó a Milei antes de que este ganara las elecciones, comenta que el León estaba obsesionado con comprender cómo había logrado el menemismo domar a la partidocracia y conseguir la gobernabilidad; la mayoría automática de la Corte y los jueces de la servilleta no fueron excesos de aquel modus operandi, sino sus rasgos esenciales.

Relanzar una campaña anticasta desde una suerte de menemismo del siglo XXI parece una contradicción evidente, deja demasiados flancos

Toda esta paradoja plantea varias revelaciones y problemas. Milei usó a Massa para ganarle a Massa, y luego a Macri para someter a Macri, y ahora piensa reunir voluntades antiperonistas para fundar una especie de peronismo antiestatal que le garantice su programa libertario. Para eso necesita, claro está, que la economía se recupere de manera consistente y vigorosa, algo que no está garantizado. Pero imaginando por un momento que lo logre y que no se trate de un mero repunte ni genere con ello un panorama desolador de desigualdad, parece razonable pensar que para toda esa operación de largo aliento a Milei ya no le alcance con el remanido argumento anticasta (así lo piensa también Agustín Laje), porque mientras opera ese marketing diario se va embarrando con el colectivo al que dice combatir. Relanzar una campaña anticasta desde una suerte de menemismo del siglo XXI parece una contradicción evidente, deja demasiados flancos. Se explica también, con todo eso, por qué los republicanos de cualquier oficio y signo político reciben a veces más palos que los propios peronistas, y cómo contradecir el canónico consejo de Marco Aurelio (“el verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele”) puede abrir riesgos impensados. La idea de ordenar la cancha entre “el partido del Estado” y “el partido del mercado”, en este contexto se parece demasiado a un populismo de izquierda contra un populismo de derecha, y coloca a los ciudadanos de estómago delicado a elegir trinchera, morir en la intemperie o edificar una coalición para la que todavía no hay un mínimo clima en este país esquemático. Una cosa, sin embargo, es el sinuoso anarcocapitalismo y otra el conservadurismo sin ambages de Victoria Villarruel, que no disgusta al papa Francisco pero que mete la pata al revelar demasiado las cartas: Isabel Perón es too much, como diría la arquitecta egipcia. Si vamos a ser peronistas, que no se note tanto, compañeros.

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