¿Es Argentina el segundo país con más casos de anorexia nerviosa del mundo?
De la psiquiatría a la neurobiología, especialistas locales e internacionales buscan desentrañar la alta incidencia de este flagelo.
Argentina es el segundo país con más presencia de trastornos de la conducta alimentaria –con prevalencia de la anorexia nerviosa– después de Japón. O, por lo menos, así lo indica el citado estudio de Mervat Nasser, especialista en psiquiatría e investigación del Instituto de Psiquiatría del King’s College.
Se abren dos preguntas: ¿la afirmación responde a realidad? Y ¿existen políticas públicas para abordar este innegable flagelo, que recae principalmente sobre las adolescentes?
Olga Ricciardi es psicóloga y psicoanalista, directora del Centro Especializado en Desórdenes Alimentarios (CEDA). Tras tres décadas de trabajo junto a pacientes, ve que la posmodernidad empuja a modelos estéticos basados en la delgadez (el mortífero ideal del “cuerpo Barbie”). Aunque, para ella, el germen de la enfermedad no se encuentra únicamente en la cultura.
En cambio, alude a causas psíquicas, cuya sintomatología se presenta en el plano alimentario y nutricional. Refiere, así, a una “patología del acto”: del atracón y el vómito inducido en la bulimia; de la abstinencia de comida en la anorexia.
“Mi hambre debe entenderse en su sentido más amplio. (...) ¿Pero existe realmente eso de tener solo hambre de alimentos? ¿Existe un hambre de estómago que no sea el indicio de un hambre generalizada? (...) Allí donde no hay nada, imploro que exista algo”, escribía Amélie Nothomb en su Biografía del hambre.
“Donde hay acto no hay palabra y donde hay palabra no hay acto”, afirma Ricciardi. Está convencida de que hace falta vehiculizar el habla para que se puedan desentrañar las causas. “En la bulimia se tragan las palabras en forma de comida y se vomita la comida para no pronunciar palabras; y, en la anorexia, se cierra la boca para no comer, pero también para no hablar. Cuando lo emocional-traumático puede ponerse en palabras o en una expresión artística, ahí comienza el camino de la cura”, reanuda.
En el artículo “Argentina: el cuerpo social en riesgo” (del libro Trastornos alimentarios y culturas en transición), Oscar Meehan y Melanie Katzman conjeturaron que la última dictadura –con torturas sobre el cuerpo de determinadas mujeres, para imponer un sistema de valores sobre el conjunto– dejó secuelas en las formas de ser y actuar en la vida contemporánea. Alertan, de todos modos, que es difícil establecer causalidades directas.
De forma similar, la licenciada maneja una hipótesis tentativa, que tampoco no ha podido validar por la falta de investigaciones sobre el tema. “En nuestro país hay una historia de estar obligados a cerrar la boca, a no meterse, a callarse. Hubo eslóganes, como ’el silencio es salud”, elabora.
Meehan y Katzman planteaban que atribuir las presiones de la moda importada y el marketing como causa de los trastornos alimentarios sería demasiado simplista. En cambio, sugerían revisar la historia del país. En plena crisis del 2001, indagaban si, por la “frustración psicológica y económica”, “la posibilidad de controlar el tamaño y la apariencia del cuerpo no solo tiene un sentido psíquico de dominio, sino un posible beneficio económico ya que la cultura actual recluta y refuerza características físicas irreales”.
Esta década tiene sus particularidades. La fundadora de CEDA advierte que hacen falta más estudios y líneas de investigación con una metodología unificada, para constatar los efectos del encierro y la crisis actual sobre el desarrollo de trastornos alimentarios. Tiende a pensar que la pandemia expuso la vulnerabilidad y fragilidad de la vida humana, lo cual implicó un cimbronazo psíquico muy fuerte, que pudo haber impactado en el desarrollo de trastornos de la conducta alimentaria.
La composición de pacientes que atendió a lo largo de su carrera fue mutando. Cuando empezó, atendía casi exclusivamente con adolescentes mujeres; luego aumentó la cantidad de varones; posteriormente, las mujeres en etapa de menopausia; y, cada vez más, se ensancha más el rango etario. Tiene una paciente de dos años y adultos mayores.
No solo en ámbitos urbanos: ha atendido a jóvenes de Curuzú Cuatiá (Corrientes) y dio charlas en localidades agrarias, “en medio de campo, vacas y sembrados”. Le sigue sorprendiendo la cantidad de personas que acuden a buscar información.
Los efectos del deterioro a nivel orgánico de las patologías alimentarias tienen un espectro muy amplio: daños cardiovasculares, diabetes, úlceras esofágicas, hipopotasemia. Por eso, cuando se produce un deceso, lo que se informa en la partida de defunción suele ser “paro cardíaco no traumático” u otras cuestiones ligadas a las consecuencias (neumonía, accidentes cerebrovasculares), lo cual refuerza la falta de estadísticas gubernamentales.
El diagnóstico correcto y a tiempo son fundamentales. “Se llega a los desórdenes alimentarios por causas tan únicas e irrepetibles como lo son el sujeto y su propia historia”, amplía Ricciardi. En su centro brindan tratamientos individuales e interdisciplinarios. Además de acompañamiento nutricional y psicológico, disponen de un espacio de arte-terapia (con pintura, música, escritura), para que los pacientes logren plasmar manifestaciones inconscientes para comprender las causas de su patología.
“Salvo en casos extremos, apostamos a tratamientos ambulatorios. Muchos hospitales de día sumergen al sujeto en la enfermedad. Para CEDA, si el paciente está en condiciones clínicas, es importante que la enfermedad tenga el mínimo lugar posible, siempre y cuando siga con el encuadre del tratamiento. Buscamos que las personas estén en la escuela, con su familia, con amigos, con lo social, con sus proyectos”, asevera la especialista.
¿Qué ocurre con las personas de bajos recursos? “Lamentablemente, no pueden acceder a este tipo de tratamientos. Deberían poder hacerse a nivel estatal. Sería fantástico y yo sería una entusiasta para colaborar. Hay muy buenas intenciones y trabajadores de salud, como los colegas del Centro de Salud Mental N°3 Dr. A. Ameghino, para nombrar un ejemplo, pero muchas veces no dan abasto. No hay una campaña de prevención como corresponde. Ni en los Municipios, ni desde el Ministerio de Salud. Las escuelas lo piden como actividad privada”, contesta la profesional.
Emilio Compte es –entre muchos títulos– doctor en Psicología Clínica y magíster en Diseños de Investigación en Psicología y Salud. Se desempeña como miembro editorial de revistas científicas, como el International Journal of Eating Disorders y fue copresidente del Comité Científico de la International Conference on Eating Disorders de la Academy for Eating Disorders.
Compte plantea serias dudas respecto la evaluación de Mervat Nasser, que sitúa a Argentina como el segundo país con más presencia de trastornos de la conducta alimentaria. “Para poder efectuar comparaciones, debería haber muchos equipos de investigación en distintos países, realizando estudios con la misma población y metodología”, clarifica.
“Comparar una población latina –occidentalizada y donde hay mucha inseguridad alimentaria– con una asiática es muy arriesgado”, agrega. Las cuestiones históricas, culturales, sociales y de acceso a la comida, tanto como la validez metodológica, son fundamentales a la hora de abordar la problemática.
De acuerdo con el profesional, en ocasiones, al recibir muchos pacientes, los especialistas tienden a sobredimensionar la enfermedad. “No es correcto generalizar la experiencia clínica con lo que ocurre en la sociedad”. En distintos estudios epidemiológicos, la anorexia se mantiene en cerca del 1% de la población mundial.
El doctor esclarece que el manual de la Asociación Americana de Psiquiatría ahora utiliza la categoría “Trastornos alimentarios y de la ingestión de alimentos”. La anorexia nerviosa representa casos infrecuentes, pero muy graves. Como las dietas restrictivas son difíciles de sostener, muchas personas experimentan una “migración diagnóstica” hacia otro tipo de trastornos, como la bulimia. “Por eso, hay que identificar siempre de qué tipo de pacientes estamos hablando”, arguye Compte.
La anorexia nerviosa puede implicar consecuencias clínicas muy riesgosas. “Si uno no se alimenta, el cuerpo se alimenta de nosotros: de la grasa, los músculos, los huesos, la masa encefálica. El cuerpo comienza a funcionar en ‘modo ahorro’”. Existen muchos problemas asociados al bajo peso y la desnutrición. Psicológica y socialmente, el esquema de valoración de la persona comienza a limitarse a la imagen corporal: el peso, la figura y la capacidad de controlarlo se transforman en pensamientos intrusivos.
Compte ha escrito respecto a un tema muy pertinente para la Argentina actual: los problemas ligados a la inseguridad alimentaria. En Chile, por ejemplo, el 74,6% de la población adulta tiene obesidad atribuible a la mala calidad de las comidas. De la misma forma, existe un tipo de restricción alimentaria –que no es anorexia nerviosa ni trastorno de evitación/restricción de alimentos (TERIA)–, que parte de la falta de acceso a alimentos.
También ha investigado la incidencia de los TCA en minorías y disidencias sexuales o de género. Habla del “estrés de minorías”, que engloba los estresores ambientales o distales (discriminación y estigma), así como estresores proximales (internos) que afecta a las minorías y disidencias, exponiéndolas a distintas problemáticas psiquiátricas. Entre estos, trastornos alimentarios, de ansiedad y depresivos.
Ricardo Corral, presidente de la Asociación Argentina de Psiquiatras, ejerce en el Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial J. T. Borda, donde funciona un Servicio de Salud Mental en Desórdenes del Comportamiento Alimentario, referente en la región, público y gratuito. Allí reciben cerca de doce admisiones semanales: ocho son mujeres.
Actualmente, hay 25 pacientes con anorexia que acuden al hospital de día –disponible durante el día y parte de la tarde, para quienes requieren un seguimiento mayor o presentan riesgos graves de salud– y 90 realizan consulta ambulatoria. En cuanto al perfil socioeconómico, Corral nota que “es una cuestión transversal, porque todas las personas están atravesadas por la cultura”.
“La anorexia conlleva una perturbación de la conciencia corporal y de la realidad. Se cree que hay un componente biológico, pero también cultural”, define. El tratamiento ofrecido en el Borda consta de psicoterapia basada en la transferencia psicoanalítica: es decir, un “modelo psicoterapéutico cognitivo conductual, basado en evidencia”. En el equipo hay nutricionistas y otros especialistas, para lograr una atención integral y personalizada. Hay pacientes que presentan comorbilidades: principalmente trastornos de ansiedad y depresión. Algunos requieren medicación, no todos. Se analiza caso por caso, y el abordaje varía, según la evolución de la recuperación.
“Se busca restablecer proyectos vitales, propósitos, para que los pacientes puedan elegir su futuro, reconocer su vocación”, acentúa el doctor. Y concluye: “¿Es una enfermedad que se cura? Totalmente”.
Candela Yatche es la fundadora de Bellamente, un proyecto que nació como un espacio seguro para miles de personas en las redes sociales y se convirtió en Fundación. El objetivo fue siempre el mismo: promover la autoaceptación y el amor propio. Psicóloga y comunicadora, fue pasante en el sector de Trastornos de la Conducta Alimentaria del Hospital Borda y cursó el programa de Desórdenes Alimenticios en la Fundación La Casita.
Además, junto a otros expertos, armó un manual de prevención, alerta y acompañamiento de los TCA, con apoyo del Ministerio de Salud de la Nación. Compara a su comunidad con un “abrazo colectivo virtual”, donde se intenta desenredar inseguridades, actitudes negativas y las diversas presiones sobre los cuerpos.
“Ahora se habla más de trastornos de la conducta alimentaria, de falta de representación de la diversidad en los medios, y eso es muy positivo. Pero eso no quiere decir que esté resuelto el tema. Hay mucha resistencia, bullying en el colegio por la apariencia física, en el ámbito laboral, en los vínculos familiares”, finaliza.
Jesica Lavia, licenciada en Nutrición y autora, aboga por una educación nutricional integral desde la infancia. En su último libro, Sobrevivir a un mundo gordofóbico sin caer en trastornos alimentarios, realizó una serie de preguntas a más de 9.500 personas. El 78,5% respondió que alguna vez sufrió burlas por su aspecto físico. El 47,4%, a la vez, admitió haberlo hecho con alguien más.
“El punto es dónde está puesta la mirada: en el cuerpo y los estereotipos. Como si hubiera cuerpos válidos y cuerpos inválidos”, explica la nutricionista“. Y enfatiza: ”Hace falta un cambio colectivo que lleve a la idea de que el cuerpo sano es salud y enseñar la importancia de la diversidad“.
Contra el dictamen de los estándares, propone comer desde el placer, desde el deseo, desde la elección. Quizás los números reflejados en su libro, antes que estadísticas, sean voces clamando por una transformación.
Mara Fernández es Psicóloga especialista en TCA y fue declarada de interés para la promoción y defensa de los derechos humanos de las mujeres y diversidades por la legislatura porteña. A través de su Instagram @hablar_sana, habla a sus 30 mil seguidores contra la “cultura dietante y gordofóbica”, promoviendo la salud mental.
“No quiero ser pesimista, pero lamentablemente todavía nos falta mucho como sociedad en relación con las opiniones sobre el cuerpo ajeno. Se promulgó la Ley nacional de talles, pero aún no se implementa. Continuamos escuchando comentarios de contenido gordoodiante o de rechazo hacia las personas con sobrepeso, en donde el parecer es más valioso que el ser”, dice.
Le preocupan particularmente las y los adolescentes que, “en su búsqueda de identidad, y con la necesidad de sentirse aceptados y queridos, quieren cumplir con determinados parámetros implementando estrategias poco saludables”. Cita un estudio de 2020 de la Sociedad Argentina de Pediatría, el cual encontró que el 30% de las mujeres de entre 10 y 24 años había manifestado sentirse insatisfecha con su imagen y haber desarrollado algún tipo de TCA“.
Juana Poulisis es psiquiatra, especialista en trastornos alimentarios, magíster en Psicofarmacología, fellow de la Academy of Eating Disorders y presidenta del capítulo hispanolatinoamericano de la International Association of Eating Disorders.
“Los trastornos alimentarios reflejan una discrepancia entre las necesidades fisiológicas de comer y las ganas o impulso de hacerlo. Entender la recompensa y la inhibición en los trastornos de la conducta alimentaria ayuda a dirigir el tratamiento, psicoeducar a los pacientes y a las familias”, apunta. Experta en neurobiología, estudia las áreas del cerebro que se ven afectadas en personas con anorexia.
Poulisis explica que, en casos de anorexia, la anatomía cerebral arroja desbalances, tales como el hiperfuncionamiento de la amígdala (área donde se genera el miedo) y el hipofuncionamiento del sistema de recompensa (núcleo accumbens), encargado de brindar placer al organismo.
También se presentan alteraciones en la corteza prefrontal dorsolateral (relacionada con los pensamientos, la anticipación, la planeación y las funciones ejecutivas), el lóbulo parietal (que regula la sensación sobre la imagen corporal) y las señales de la ínsula (que recibe todas las sensaciones del cuerpo, entre ellas el hambre, y transmite la información a otras áreas del cerebro para su posterior interpretación y acción). Al estar involucrados tanto el circuito límbico como el circuito cognitivo, el apetito, las emociones y el pensamiento se ven distorsionados.
¿Estas variaciones en la anatomía cerebral son preexistentes al trastorno alimentario? “Es la pregunta del huevo o gallina. Todos los resonadores magnéticos funcionales se hacen durante o posanorexia”, contesta Poulisis.
Ella es la única médica en Latinoamérica certificada en terapia basada en rasgos (temperament based therapy with support o TBT-S): un enfoque emergente de tratamiento neurobiológico, que combina la psicoeducación y actividades experienciales, para aumentar la comprensión y reconocer patrones de temperamento en pacientes con anorexia nerviosa. “Hay que enseñarle gradualmente al cerebro que nada malo pasa si se expone al miedo que representa la comida”, se explaya.
Aquí toca un tema fundamental: aun cuando se llega a un peso saludable, el cerebro –acostumbrado a la restricción– tardaría “mínimamente un año” en adaptarse a los cambios. Por eso, ese período es fundamental (el paciente y su entorno deben estar atentos a las red flags en torno a la relación con la comida) y el acompañamiento terapéutico debe seguir. La doctora cree firmemente que la recuperación total de trastornos como la anorexia es posible, pero no inmediata.
Al igual que Compte, la doctora mira con mucha cautela los estudios que colocan a Argentina como el segundo país del mundo en cuanto a casos de anorexia nerviosa. “Sí se puede decir que la anorexia tiene una alta prevalencia en Argentina”, especifica.
Observa que las mujeres argentinas tienden a comer menos –por ejemplo– que en Chile y esto no incumbe únicamente a las pacientes. Esta tendencia hacia el ideal de delgadez permea incluso en la medicina. “En Estados Unidos, México, Australia y Canadá, las pacientes de anorexia nerviosa tienen el alta cuando recuperan un IMC (índice de masa corporal) de entre 19 y 20; aquí, cuando llegan a un IMC de 18. Es un número muy justo, ya que el cerebro no genera flexibilidad y tiene más margen de recaída”, precisa.
La especialista cuenta que los estudios genéticos y las investigaciones de microbiota intestinal han aumentado el conocimiento de la fisiopatología de los trastornos alimenticios, incluida la anorexia. Así, se ha constatado una importante incidencia de factores hereditarios y la superposición con otros trastornos psiquiátricos, como los trastornos por ansiedad o el trastorno obsesivo compulsivo.
A pesar de que existe una heredabilidad, recalca que no todas las personas desarrollan las enfermedades. Para que los genes se “enciendan” debe haber, entre distintos elementos, el inicio de una dieta restrictiva o un descenso de peso por causas externas (como la diabetes o la mononucleosis). Las redes sociales, el entorno y los estereotipos corporales son otros factores que contribuyen como desencadenantes.
En síntesis, la genética y la biología son más pesadas que el entorno en los desarrollos de trastornos de la conducta alimentaria, aunque este último tiene un rol importante y es justamente allí, en el colegio, el hogar, las redes, donde se puede intervenir. Como en su charla TED (“Cuando lo saludable no te deja vivir”), invita a las personas a convertirse en “agentes de prevención, modelos positivos, flexibles”.
La anorexia atípica: ¿cuestión de peso?
La Dra. Melissa Freizinger, con dos décadas de experiencia en Psicología clínica y especialización en trastornos alimentarios, ofrece una visión profunda de la anorexia nerviosa atípica (AAN) desde su rol como directora asociada del Programa de Trastornos de la Conducta Alimentaria en el Hospital de Niños de Boston.
Este diagnóstico describe a personas que cumplen con los criterios de anorexia nerviosa (tienen los mismos comportamientos y pensamientos) y pueden haber perdido una cantidad significativa de peso, pero se mantienen dentro del rango “normal” o “sobrepeso”, según lo definido por el índice de masa corporal (IMC). Debido a que muchos médicos asocian conductas restrictivas únicamente a personas delgadas o con apariencia demacrada, las y los pacientes no suelen recibir el tratamiento adecuado.
“Un estudio de 256 pacientes con trastornos alimentarios comparó a 118 con anorexia nerviosa y 42 con anorexia atípica y no encontró diferencias en las tasas de bradicardia, cambios ortostáticos, hipotermia, ni ingresos hospitalarios”, destaca la doctora.
En términos de síntomas psiquiátricos, resalta, las personas con anorexia nerviosa atípica tienen “pensamientos y comportamientos alimentarios comparables a pacientes con anorexia nerviosa y pueden experimentar síntomas psiquiátricos (trastornos depresivos, trastornos de ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo, autolesiones e ideación suicida), así como pensamientos en torno a la comida y la imagen corporal igualmente graves”.
Para los profesionales de la salud mental y médica, esto significa que todos los individuos –especialmente adolescentes– que hayan perdido peso deben ser evaluados para trastornos alimentarios y enfermedades psicológicas, independientemente del peso corporal, el tamaño o la falta de historia psiquiátrica previa.
La especialista insiste en la importancia de una formación mejorada de los profesionales de la salud y una educación que elimine el “sesgo hacia el peso”, lo cual “conducirá a intervenciones más tempranas y efectivas, mejorando significativamente los resultados del tratamiento”.
Este artículo es parte de la producción realizada en el marco de la beca de periodismo sobre salud mental, ofrecida por el Rosalynn Carter Center y la Universidad de La Sabana.
JB/MG