Piquetes: Del Cutralcazo y Teresa Rodríguez, al desafío reaccionario de Milei con la calle
La ocupación del espacio público atraviesa la historia democrática del país, con avances, contradicciones y limitaciones. Qué pasó en Cutral Có, la cuña que abrió D\'Elía con su corte en La Matanza, Pérsico y los planes sociales, la cocina piquetera del Partido Obrero y el dilema del anti-discurso libertario.
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- En 1997, una feroz represión en la ruta 17 de Plaza Huincul, Neuquén, marcó la segunda pueblada de Cutral Có. \n
- Teresa Rodríguez, una empleada doméstica de 25 años y madre de tres
“La policía sacó las balas cuando la gente empezó a tirarle piedras. Dispararon desde el puente. A Teresa Rodríguez le pegaron en el cuello, a la altura de la carótida. Ella iba por la colectora. Al principio todos creíamos que era maestra, pero era empleada doméstica. Recién salía de su casa para ir al trabajo”. Albino Trecanao recuerda como si fuera ayer la jornada del 12 de abril de 1997, cuando una feroz represión sobre la ruta 17 de Plaza Huincul, Neuquén, marcó a sangre y fuego la segunda pueblada de Cutral Có. Teresa Rodríguez –25 años, tres hijos– fue la mártir de aquellos piquetes, que inauguraron una nueva manera de protestar en la democracia argentina.
Albino tenía entonces casi la misma edad que Teresa. Se unió por solidaridad a la movilización de los cerca de 20 mil despedidos de YPF, quienes habían protagonizado el primer Cutralcazo de 1996. Esos cortes de ruta originales se levantaron luego de que el gobernador Felipe Sapag prometió la instalación de una petroquímica en el pueblo, tras la desolación que provocó la privatización de Carlos Menem sobre la petrolera. Como el mandatario provincial no cumplió su promesa, los piquetes reaparecieron un año después.
Un fuerte sentido de pertenencia atravesaba la protesta, que se plegó a la de las docentes provinciales. “A pesar del frío, se sumaba cada vez más gente. Todos comíamos en las ollas populares del piquete: las familias, los pibes... Todos hacíamos el aguante alrededor del fuego porque el frío calaba los huesos”, apunta Albino desde Cipolletti a elDiarioAR, del otro lado del teléfono. El poder solo supo responder con balas. La muerte de la joven despertó una poblada que obligó a los efectivos de seguridad a ser rescatados por colectivos y camionetas de las empresas petroleras. En las piedras de ingreso a la ciudad hubo quienes escribieron “Cutral Co 2 - Gendarmería 0”.
El caso quedó impune: nunca se supo quién fue el policía que disparó la bala que mató a Teresa Rodríguez. Apenas hubo un resarcimiento económico a su familia. Actualmente solo vive su padre, de cerca de los 90 años. Uno de sus tres hijos también murió hace poco. Hoy hay un monolito en su memoria en Cutral Co y varias organizaciones populares incluso de Buenos Aires llevan su nombre. El gremio de docentes neuquinos ATEN y agrupaciones sociales locales suelen realizar actos cada año. “La memoria permanece pero la gente se olvida –reflexiona Albino a la distancia–. Como las tragedias son dolorosas, la gente no quiere reconocer lo que nos pasó. La memoria está como dormida. Todo el sistema se encarga de adormecerla”.
Hay un hilo rojo que conecta los Cutralcazo –y la historia trágica de Teresa Rodríguez– con el piquete que puede cortar la avenida 9 de Julio, a la altura del Obelisco porteño, cualquier día de la semana. Tienen como telón de fondo la crisis crónica del país y, ante eso, el método de ocupar el espacio público para visibilizar un problema y su demanda al Estado. Sin embargo, su vigencia a través de estos años es una moneda de dos caras: demuestra su relativa efectividad, pero también sus propias limitaciones. Que el “fin de los piquetes” sea una propuesta taquillera para Javier Milei revela que hay una tensión social subyacente no saldada entre los que protestan y los afectados por el corte de tránsito. Todo, es parte de la democracia.
El piquete nació de la necesidad de los desocupados de los 90, impedidos de hacer huelga. De ahí los casos de Cutral Có y, en paralelo, de Tartagal y Mosconi, en Salta. Tuvo su apogeo en el Argentinazo del 2001, bajo la consigna “piquete y cacerola, la lucha es una sola” que unió a sectores de clase media y baja, y el imaginario colectivo los asocia hoy principalmente con las organizaciones que aglutinan a beneficiarios de los planes sociales. Pero su trama es más compleja.
Como ex ministro de Desarrollo Social y actual diputado oficialista, Daniel Arroyo identifica cinco momentos en el proceso histórico del piquete en estos 40 años de democracia. El primero está marcado por el surgimiento de las ollas populares durante la hiperinflación de los ‘80. “Era gente que salía de sus casas porque no había para comer. Se organiza la protesta de manera comunitaria, pero no ocupan todavía el espacio público como piquete en sí”, plantea el legislador del Frente de Todos. El segundo ya son las protestas de Neuquén y Salta, con un cambio fundamental porque se corre el eje alimentario: “Son personas que tuvieron trabajos formales, con experiencia y hasta con salarios altos, que hacen visible su reclamo de empleo ocupando espacio público”.
El tercer hito que marca es la crisis generalizada del 2001. Más allá de la represión del 19 y 20 de diciembre y los casos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en 2002, fueron simbólicos en el devenir del movimiento piquetero las protestas de Luis D’Elía y Juan Carlos Alderete en La Matanza, corazón del conurbano. Derivaron luego en la implementación de los primeros planes sociales. “Es la visibilización de los pobres –entiende Arroyo–. El núcleo del problema tiene que ver con la crisis más profunda y la falta concreta de dinero”.
Su cuarto momento es “el piquete como concepto de protesta de sectores medios”, dice el legislador: problemas sectoriales generan la ocupación del espacio público para hacerlo visible y que los medios de comunicación lo expongan. El ejemplo más común son los cortes de calles por la falta de luz durante el verano. Y el quinto es el que está sintetizado en la ocupación de la avenida 9 de Julio, en el microcentro porteño. “Es gente que hace changas, pero a la que no le alcanza. Tiene que ver con problemas de ingresos y el precio de los alimentos”, dice Arroyo.
En su libro El Nudo (Planeta, 2023), el periodista-historiador Carlos Pagni hace hincapié en que la característica del piquete está en la ocupación del espacio público y la reacción que tiene el Estado. “Este fenómeno instaló una novedad que después se estabilizó: una nueva forma de utilización política del espacio público, sobre todo por el corte de calles y de rutas, y su derivación inevitable, un debate eterno sobre la capacidad y la legitimidad del Estado para reprimir”, escribe.
La tensión entre esos rasgos distintivos marcaron su derrotero histórico. Si Cutral Có y Tartagal fueron reprimidos, el modo en que se levantó la protesta del conurbano al calor del 2001 abrió una cuña en la relación piquete-Estado. “En Neuquén y Salta los cagaron a palos y no les dieron nada. El primer gran triunfo fue en La Matanza. Fue la primera derrota de un gobierno con un movimiento piquetero”, asegura Luis D’Elía a elDiarioAR.
La importantísima ruta 3 estuvo cortada 19 días, lo que puso en tensión todo el sistema político: desde el intendente peronista Alberto Balestrini, al gobernador bonaerense Carlos Ruckauf y al presidente radical Fernando de la Rúa, con Patricia Bullrich como ministra de Trabajo. La protesta se levantó con la creación de un programa de empleo en cooperativas, gen de los planes sociales. ¿Por qué no los reprimieron? “Porque teníamos un acuerdo con el peronismo muy fuerte”, afirma D’Elía, entonces concejal matancero por el Frepaso.
El brote de los piquetes surgió a los márgenes del peronismo, que terminó abrazándolos para contener el conflicto social que dejó el estallido del 2001. D’Elía aún recuerda que el día que juró Néstor Kirchner como presidente fue sentado entre el por entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, y el jefe del Ejército, el general Ricardo Brinzoni. Según rescata Pagni en su libro, Kirchner le pidió a D’Elía que al acto fuera “vestido de piquetero”.
Una de las derivas que tuvo el movimiento piquetero en los 2000 fue esa alianza entre el kirchnerismo y las agrupaciones de extracción más peronista. El caso emblemático es el Movimiento Evita de Emilio Pérsico, la agrupación de base más importante del oficialismo actual, punta de lanza de la UTEP, donde también participan otras organizaciones como Somos-Barrios de Pie de Daniel Menéndez, el MTE de Juan Grabois y la Corriente Clasista y Combativa de Alderete.
Con el gremio de la llamada “economía popular” las organizaciones oficialistas buscaron correrse del mote de “piqueteros” y representar al universo de más de diez millones de personas que están fuera del sistema: los informales, los que hacen changas, los cartoneros. Conviven con la fuerte contradicción de que son “juez y parte”: Pérsico es el encargado de administrar los planes sociales en la Secretaría de Economía Social en el ministerio de Desarrollo y, a su vez, el Evita es la agrupación con mayor cantidad de beneficiarios. Con todo, siendo oficialistas fueron una malla de contención para evitar que el conflicto social escale contra el Gobierno actual y su inflación anual de tres dígitos. Ahora están aportando “desde abajo” una gran cantidad de votos a Sergio Massa.
Pero el derrotero del piquete como método de protesta derivó también en el desarrollo de un núcleo de organizaciones combativas que lo siguen reivindicando. La izquierda vernácula la entiende como una acción de lucha de la clase obrera contra el sistema capitalista. Por eso sus organizaciones sociales crearon como contraparte a la UTEP la Unidad Piquetera: acusan a las organizaciones kirchneristas de haber sido “cooptadas” y las caracterizan como “cooperativas de flexibilización laboral”. En su conflicto permanente con la gestión de los planes sociales, el trotskista Polo Obrero es su caso más emblemático, aunque también participan otras banderas, como alguna de las variantes del Movimiento Teresa Rodríguez, recuperando el legado del Cutralcazo.
“El movimiento piquetero es la creación más genuina de la clase obrera y de las masas explotadas argentinas en los últimos veinticinco años”, se lee en el libro Una historia del movimiento piquetero (Rumbos, 2022), de Luis Oviedo, quien fue dirigente del Polo Obrero. “El piquete es una medida de lucha. Da la posibilidad de un recurso colectivo para que se atiendan los reclamos de aquellos que están pasando hambre, que tienen falta acceso a un nuevo trabajo, o necesitan de protección. Choca con la idea del sálvese quien pueda, del individualismo”, explica a elDiarioAR Guillermo Kane, legislador bonaerense del PO en el Frente de Izquierda-Unidad.
La cocina del piquete permite observar que su organización requiere una maquinaria aceitada. Eduardo “Chiquito” Belliboni, uno de los máximos referente del PO, detalla que para cada movilización hay en la previa asambleas de discusión y organización: con la votación de un plan de lucha, se determina el transporte, la seguridad, la comida, quien lleva las banderas, las carpas –si se decidió pernoctar– y hasta la lista de participantes –se evita “que nadie se pierda”, porque quienes viven en los barrios populares del conurbano no suelen viajar a diario al microcentro porteño–. También hay reglas claras: no se puede beber alcohol, fumar ni mucho menos drogarse. Incluso hay un sistema de rondas internas de control y hasta recomiendan no mirar a los automovilistas a la cara para evitar escenas de tensión.
El esfuerzo físico es enorme, y lo admite el propio Belliboni. “Yo no descanso un minuto, quedo destruido, con lo cual cada vez me cuesta más. Y tengo 64 años. Siempre que termino una jornada larga pienso que no hacemos más nada por un tiempo, pero a los pocos días ya me doy cuenta que tenemos que seguir haciendo esto, que tengo que ir a una asamblea porque los problemas no se resuelven: el hambre y la falta de trabajo siguen”, apunta a elDiarioAR. Belliboni recuerda que una vez recibió un particular elogio de Pérsico por una masiva movilización al puente Pueyrredón: “Es el hambre”, le explicó “Chiquito”, a lo que el jefe del Evita lo retrucó con una chicana: “No, eso es organización”.
El dilema actual del método de protesta es que su repetición genera una tensión entre quienes cortan la calle y quienes sufren el corte. En 2022 hubo, según datos extraoficiales, cerca de diez mil piquetes en todo el país. La competitiva de La Libertad Avanza ante el balotaje demuestra que ha sabido conectar con cierto hartazgo social. Sobre ese fleje es que lograron generar rédito político las propuestas de mano dura de Milei o Bullrich. El libertario Ramiro Marra llegó a presentar un proyecto de ley para prohibir piquetes en la Capital y hasta creó el MAPA: Movimiento Antipiquetero Argentino. Lo que tapa la estrategia reaccionaria de criminalización de la protesta social es el problema de fondo.
“Siempre que hay una protesta, hay un problema detrás. Puede haber interés político, pero hay un problema. Hacer de cuenta que no hay un problema, es un error. Por eso no hay que cortar nunca el diálogo: nadie puede resolver nada a lo bestia”, afirma Arroyo. “En sus más de 25 años de recorrido el piquete tiene que enfrentar ese problema: cómo aporta y contribuye a generar una alternativa política que permita no ya estar peleando por un plato de comida o por la asistencia social, sino transformando una realidad que es muy dura. Pero si pretenden tocar los derechos históricos de los trabajadores, creo que podemos terminar en una nueva rebelión popular”, advierte Kane.
Si finalmente Milei alcanza el poder y a sus consignas represivas le agrega la profundización del deterioro económico-social por sus políticas ultraliberales, es probable que no tarde en surgir nuevamente una oposición popular, como lo demuestran las historias del Cutralcazo o el 2001. El piquete revela un déficit en estos 40 años de democracia en la resolución de problemas públicos, pero a la vez es una manera de generar sentido de pertenencia y de colectividad en el espacio público. Así como nadie hace un piquete en soledad, la democracia también se hace en la calle.
MC/MG