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Simplemente sangre

Simplemente sangre
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Me acuerdo de estar en el vestuario de karate y un compañero me cuenta que padeció una enfermedad en la sangre. Que fue, para él, por culpa de una relación desgraciada que tuvo con una persona.

Un amigo está enfermo y piden dadores de sangre. La noche anterior había estado leyendo un libro de Germán Carrasco que se llama Prestar ropa y que reúne crónicas, aguafuertes, impresiones, bocetos memorables de esta pluma liviana y potente que escribe del otro lado de la cordillera de los Andes.  

Uno de estos artículos se llama Breve historia de la sangre. Carrasco cuenta ahí que, como no tiene un plan de salud, fue al antiguo hospital San José, cuyas tejas coloniales imaginó teñidas con la sangre de la peonada. “Me percutieron la espalda con un martillito de siete puntas hasta sangrar y mi leve taquicardia y brote depresivo desaparecieron por arte de magia”.  

Carrasco se pregunta entonces si el principio milenario de la técnica del acupunturista tiene algo que ver con el de los presos que se cortan: “En una ocasión hice una clínica en una cárcel y los gendarmes me sacaron la latita del lápiz mina Staedtler que sostiene la goma de borrar y me explicaron que con eso las presas se cortaban y además se facilitaban el adminículo y se cortaban varias, con el riesgo sanitario que eso implica, también podían usar papel y hasta un caramelo que chupaban o partían de manera tal que lograran un filo y se cortaban y tal vez sentían el mismo alivio que sentí con ese martillito que parece un cepillo de dientes con alfileres en vez de cerdas que picotean la parte superior de la espalda, y no es doloroso”.  

Saca una primera conclusión: “Esto me hace pensar que las autoflagelaciones cristianas tienen el mismo principio, que en mi aventurada hipótesis sería sacarse la sangre pecadora en ese caso y el ‘sicoseo’ que esta produce. Sangre residual que produce el pensamiento y el lavore estanca”. Para Carrasco hay una sangre residual que se acumula por el uso constante de la máquina corporal y que debe ser desechada. Sigue. “El doctor Emilio Vivaldi dice que le llegan presos cortados y cuando les pregunta por qué lo hicieron le responden que es para relajarse, me dice que quizá los sentidos se concentran más en el cuerpo que en la mente, o que sucede algo como el yoga en donde se dejan los pensamientos de lado. Suena, se liberan sustancias y el cuerpo se alivia. ¿El corazón se ralentiza y se relaja?, le pregunto. Creo que al contrario, se acelera y eso produce alivio. O quizá la mente quede en modo pausa. Me dice que en algunas medicinas primitivas era común extraer sangre. Agrega que donar sangre es bueno porque reduce las probabilidades de padecer accidentes cardiovasculares y elimina excedentes de hierro (parece que el excedente es el problema siempre: hay que comer menos y hasta respirar menos, creo, a veces)”.  

Cierro el libro y me acuerdo de estar en el vestuario de karate y un sempai me cuenta que padeció una enfermedad en la sangre. Que fue, para él, por culpa de una relación desgraciada que tuvo con una persona. “Me hice mala sangre, por suerte ahora estoy bien”.  

Llego temprano al hospital para donar sangre para mi amigo. Me pasan un formulario que tengo que llenar. Entre todas las preguntas que me hacen para saber si puedo donar sangre hay una que me intriga: “¿Estuvo en Inglaterra viviendo entre el 96 y el 97?”. Estuve unos meses en el noventa y pico. Así que pongo: no. Pero la pregunta me queda flotando en la cabeza. Una vez que lleno el formulario me avisan que me van a llamar. Lo cual hace un rato después una enfermera. Me pide que me siente y me dice que me va a tomar la presión. Tenés la mínima un punto arriba, si la tuvieras dos puntos arriba no podrías donar sangre. ¿Estás preocupado por algo? Sí, le digo que estoy preocupado por mi amigo que está internado. Ah, eso es, me dice. Entonces puedo donar, le pregunto. No, porque acá pusiste que tomaste un analgésico ayer. Sí, digo. ¿Por qué? Porque estaba un poco congestionado. Si bueno pero no vas a poder donar sangre porque imaginate si tenés un virus y esta sangre que donás se la dan a un bebé y se muere. La imagen del bebé muriendo como la de los paquetes de cigarrillos se acomoda en mi mente junto con la pregunta por si estuve en el Londres a fines de los noventa. Empiezo a tararear en mi mente el comienzo de último tren a Londres.  

FC/DTC

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