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Qué ver en Flow, Netflix, Max y Disney Plus: las mejores series y películas para el fin de semana

Qué ver en Flow, Netflix, Max y Disney Plus: las mejores series y películas para el fin de semana
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Streaming con filo: una serie de asesinas suburbanas, Carrie Bradshaw entre lágrimas, dos dramas que conmueven y una comedia romántica que rompe esquemas.

AI
  • 🎬 **Series Destacadas**: Una selección de las mejores series y películas para disfrutar en plataformas como Netflix, Flow, Max y Disney Plus.
  • 🤣 **"Viudas Negras"**: Nueva comedia de Flow y TNT sobre dos amigas del pasado que deben enfrentar un chantaje. Aborda temas de amistad, culpa y desigualdad social.
  • 🌟 **Personajes Complejos**: La serie presenta personajes femeninos antagónicos y alejados de los estereotipos. Destacan las interpretaciones de Pilar Gamboa y Malena Pichot.
  • 📺 **"And Just Like That..."**: Tercera temporada que continúa la historia de "Sex and the City", explorando las vidas de Carrie y sus amigas en Nueva York.
  • 🔥 **Documental sobre Torre Grenfell**: Analiza las responsabilidades del incendio que dejó 72 muertos, destacando fallos de seguridad y negligencia institucional.
  • 🎤 **"Hombre con H"**: Un retrato del cantante Ney Matogrosso que desafió normas en el Brasil de la dictadura, abordando su lucha por la autoafirmación.
  • ❤️ **"500 días con ella"**: Comedia romántica no convencional que examina la idealización del amor y los tropiezos emocionales del protagonista, ofreciendo una visión crítica de las relaciones románticas.

Una selección especial con las mejores series y películas, que incluye también estrenos en salas de cine.

Estas son las series y películas para ver en el fin de semana en Netflix , Flow, Max y Disney Plus.

La nueva serie de Flow y TNT, creada por Malena Pichot y producida por Pampa Films, irrumpe con fuerza como una comedia que combina humor ácido, crítica social y suspenso en proporciones equilibradas. Su historia gira en torno a Maru (Pilar Gamboa) y Micaela (Malena Pichot), dos amigas oriundas del barrio de Flores que, en su juventud, ejercieron como "viudas negras", es decir, seducían y drogaban hombres para robarles. Tras años de distanciamiento, el pasado reaparece en forma de amenaza: Paola (María Fernanda Callejón), figura siniestra de su historia compartida, las chantajea para que entreguen a un joven empresario y así salden una deuda pendiente.

Esta premisa sirve no solo como punto de partida para una trama policial con toques de absurdo, sino también como excusa narrativa para explorar una amistad atravesada por la culpa, la complicidad y la lealtad, al tiempo que satiriza los entornos que habitan. Maru, que ahora lleva una vida acomodada en un barrio privado con esposo, hija y una ONG de fachada progresista, se ve empujada al abismo cuando Micaela —visceral, directa y madre soltera que administra una peluquería de barrio— reaparece para trastocar su orden artificial. La tensión entre ambas no es solo afectiva sino también simbólica: representan modos opuestos de ser mujer en un entorno social profundamente desigual.

El regreso al delito activa así un conflicto no solo moral, sino de identidades. Lo que en apariencia podría ser una comedia de enredos con tintes criminales, se convierte en una indagación crítica sobre el mandato femenino, las culpas de clase y la amistad como espacio ambiguo entre la caída y la resistencia. 

Pichot y Gamboa construyen personajes femeninos complejos y antagónicos, alejados de los estereotipos que suelen dominar la ficción televisiva local, sostenidas por un elenco secundario notable que incluye a Mónica Antonópulos, Marina Bellati, Minerva Casero, Alan Sabbagh, Paula Grinszpan, Julián Lucero, Georgina Barbarossa, Emilia Mazer, Pachu Peña, Julián Kartun, Esteban Prol, Agustina Tremari y Benjamín Rojas.

Mención especial merece la interpretación de María Fernanda Callejón como Paola, una mujer de presencia física grotesca —pantalón ajustado hasta el cuello, pechos vencidos y un cuerpo cargado de expresividad cayengue— que imprime al personaje una mezcla perfecta de amenaza, patetismo y comicidad. También brillan las "chetas", interpretadas por Antonópulos, Bellati y Grinszpan, que caricaturizan con precisión quirúrgica a las nuevas ricas del barrio privado. A su vez, la nueva generación de viudas negras —encarnadas con soltura por Agustina Tremari y Minerva Casero— aporta no solo belleza, sino también una convincente ambigüedad moral.

La dirección de Nano Garay y Coca Novick garantiza un ritmo narrativo sostenido, mientras que el guion de Pichot despliega su habitual mordacidad, con toques de feminismo y una ironía filosa que atraviesa todas las capas del relato. La puesta en escena aprovecha al máximo el contraste entre dos mundos estéticos: el del barrio privado, pulcro y asfixiante en su artificio, y el de Micaela, vibrante y honesto en su desorden, teñido con luces de neón y realismo de baldosa caliente.

A lo largo de sus ocho episodios de poco más de media hora de duración, la serie consigue entretener sin caer en la frivolidad, ser violenta sin regodearse en el morbo, y sostener su mirada crítica sin que el relato pierda impulso. En una Argentina donde la justicia institucional suele ser ineficaz o poco creíble, Viudas negras, p*tas y chorras ofrece su propia justicia poética. Más que una comedia de enredos, es un retrato ácido de mujeres que sobreviven al sistema burlándose de él, sin pedir permiso ni perdón.

Recomendada.

En su tercera temporada, And Just Like That... persiste como una fantasía satinada que extiende el universo de Sex and the City, sumergiéndonos en los dilemas existenciales, emocionales y decorativos de Carrie (Sarah Jessica Parker), Miranda (Cynthia Nixon) y Charlotte (Kristin Davis), acompañadas por nuevas amigas sedosas en una Nueva York que huele a crema antiage y ansiedad por la reinvención. 

Su creador, Michael Patrick King, continúa ordeñando el legado original, ahora con un tono que combina comedia existencial de lujo con terapia grupal para mujeres ricas confundidas entre el tedio y la melancolía. 

Carrie, en una pausa romántica de cinco años tras acordar distancia con Aidan, se escribe postales (¡qué vintage!) con él mientras coquetea con un jardinero sensual y un vecino escritor deslucido, aunque todo huele a su gran y viejo romance con el señor Big. Paralelamente, se embarca en la escritura de una novela de época más por moda que por arte, y sus atuendos siguen siendo una forma de expresión emocional entre lo sublime y lo ridículo. 

Miranda, liberada del tormento que Che Díaz (Sara Ramirez) trajo a su vida, explora su lesbianismo maduro entre errores, mozas que gustan del guacamole y cameos de Rosie O'Donnell, flotando entre la autenticidad y el souvenir queer. 

Charlotte, mientras lidia con la bisexualidad poliamorosa del novio de su hija y una crisis posiblemente ligada a la salud de su esposo, sigue representando la tradición entre lágrimas elegantes y brunchs desconsolados, secundada por Lisa Todd Wexley (Nicole Ari Parker), documentalista multitarea en una subtrama paralela de manual feminista de lujo. 

Seema (Sarita Choudhury), ya no un reemplazo de Samantha sino un personaje con voz propia, emerge como la figura más sensata y divertida, lidiando con decepciones amorosas y desafíos profesionales con aplomo y humor.

Anthony (Mario Cantone) y Giuseppe mantienen su comedieta gay en la panadería Hot Fellas, donde hasta los croissants tienen subtexto erótico. 

La serie gana en ritmo y autoconsciencia, abandona el activismo impostado de la primera temporada, se abraza a sus contradicciones, y ofrece un humor más físico, más absurdo y una nostalgia que ya no se disfraza de vanguardia, sino que funciona como abrigo otoñal para mujeres en permanente estado de reinvención. 

No es una gran serie, pero puede disfrutarse si uno acepta su naturaleza esencial de catálogo de marcas de ropa, mobiliario, gaseosas, medicación de prescripción y deslizamientos emocionales. Bajo la comedia, lo que late es una ansiedad materialista que intenta tapar el vacío con moda, objetos decorativos y hombres reacondicionados para señoras mayores de 50. 

Recomendada... con reservas.

El incendio de la Torre Grenfell en Londres, ocurrido la madrugada del 14 de junio de 2017, fue una de las catástrofes urbanas más devastadoras y moralmente inaceptables del Reino Unido contemporáneo. Setenta y dos personas murieron en un edificio que, al momento del siniestro, estaba revestido con paneles altamente inflamables —una elección deliberada, económica y letal. Este documental, dirigido por Olaide Sadiq, reconstruye con dolorosa precisión los múltiples niveles de responsabilidad que hicieron posible lo que nunca debió haber sucedido. Es una obra conmovedora e indignante, no sólo por las imágenes del fuego, ni siquiera por los testimonios de los sobrevivientes —que son estremecedores—, sino por la claridad con la que se exponen las decisiones políticas, técnicas y económicas que convirtieron un edificio seguro en una trampa mortal.

La película no sigue una estructura lineal: alterna la cronología de la noche del incendio con sus prolongadas y aún inconclusas consecuencias. Esta forma de narrar refleja con acierto la desorientación que acompaña tanto al caos de la tragedia como a la falta de respuestas claras en los años posteriores. Lejos de ofrecer un relato cerrado, el guion se sumerge en la complejidad estructural del desastre: la desregulación del mercado inmobiliario, el desprecio por las advertencias técnicas, la omisión de aprendizajes previos, y una cultura institucional que priorizó la estética barata y la rentabilidad por encima de la vida humana.

Una de las aristas más alarmantes es el papel del gobierno británico en la relajación de controles. Durante los años de austeridad y "guerra contra la burocracia" promovidos por el gobierno de David Cameron, se debilitó el marco regulatorio en materia de construcción y seguridad. En 2009, el incendio en Lakanal House —otro edificio londinense con revestimientos inflamables— dejó seis muertos. Fue una advertencia clara que otros países habrían tomado como punto de inflexión. El Reino Unido, sin embargo, optó por mirar hacia otro lado. Las normativas no se reforzaron. Las empresas continuaron instalando materiales sabidamente peligrosos, protegidas por la inacción del Estado y un mercado libre de sanciones.

La renovación de Grenfell fue gestionada por el consejo local del municipio de Kensington y Chelsea, que deseaba "embellecer" el edificio —una torre de hormigón brutalista— porque depreciaba el valor inmobiliario del vecindario. Se optó entonces por revestirlo con paneles de aluminio unidos con una capa de polímero altamente combustible, los más baratos del mercado. Una filial francesa de una empresa estadounidense los vendió, ocultando pruebas internas sobre su peligrosidad. La elección estética, supuestamente pensada para armonizar con las viviendas de lujo de la zona, se convirtió en un crimen por omisión sistemática. Y aunque la cadena de decisiones involucró a múltiples actores —arquitectos, contratistas, proveedores, funcionarios— todos sabían, en algún nivel, el riesgo que implicaban. Y, aun así, siguieron adelante.

El documental también aborda críticamente la antigua política británica de emergencia ante incendios en edificios altos: el llamado stay put, que aconsejaba a los residentes permanecer en sus departamentos para evitar inhalación de humo o accidentes durante la evacuación. Esta política, vigente al momento del incendio, partía de la suposición de que los edificios estaban construidos con materiales ignífugos, capaces de contener el fuego en un solo piso. En Grenfell, esa premisa resultó fatal. El fuego se propagó velozmente a través del revestimiento exterior, envolviendo todo el edificio en minutos. Los bomberos, valientes en la ejecución, pero mal preparados por sus superiores, tardaron en advertir la magnitud del colapso estructural. El cambio de protocolo llegó tarde, y muchas de las víctimas murieron esperando instrucciones que nunca llegaron o que fueron, simplemente, erróneas.

Las responsabilidades institucionales también son materia del documental. Theresa May, entonces primera ministra, accede a ser entrevistada, aunque su lenguaje cuidadosamente calculado no logra disipar la sensación de negligencia generalizada: "Había regulación, solo que no estaba a la altura", afirma. Brian Martin, el funcionario encargado de la normativa de construcción en ese momento, comparece en la investigación con vergüenza palpable. Otros, como Eric Pickles —secretario de vivienda durante la etapa clave de la renovación—, exhiben una arrogancia desconcertante. Pickles llegó a declarar en la audiencia que "no tenía todo el día" para responder preguntas y confundió el número de muertos de Grenfell con las víctimas de otro desastre. Pese a todo esto, fue ennoblecido con un título vitalicio en 2018.

Lo más perturbador, sin embargo, no es el fuego. No son las imágenes ni los gritos desgarradores. Lo más devastador son las voces de los sobrevivientes, de las familias que perdieron a sus hijos, padres, hermanos, vecinos. Son relatos que desbordan el marco del documental y que se instalan como una deuda moral en la conciencia pública. Historias de gente común atrapada entre la pobreza y el desdén institucional. Porque, a ocho años del incendio, aún no hay condenas penales, ni demandas colectivas resueltas. Y lo que es peor: miles de edificios en el Reino Unido siguen revestidos con los mismos materiales inflamables.

Muy recomendada.

El director Esmir Filho construye mucho más que una biografía sobre un cantante excéntrico. Nos entrega un retrato íntimo y, por momentos, visceral, de Ney Matogrosso, ese cuerpo escénico indomable que desafiaba los límites del género, la moral y la expresión en el Brasil de la dictadura. Pero detrás del ícono glamoroso —dorado, felino, de voz aguda y pasos y contoneos provocativos— hay un niño, Ney de Souza Pereira, criado en el Mato Grosso do Sul bajo la férula de un padre militar, homofóbico y autoritario, cuya sombra marcaría el comienzo de una larga serie de imposiciones que el futuro artista aprendería, una por una, a desobedecer.

Desde el inicio, el guion pone en tensión dos fuerzas: por un lado, el mandato de la norma —encarnado en el padre, los censores, los empresarios, los periodistas conservadores, la Aeronáutica y el mismo régimen dictatorial—, y por el otro, el impulso vital de Ney por encontrar una forma auténtica de ser y de expresarse. Es precisamente esa oposición la que estructura el relato: un artista que, enfrentado a cada ámbito de represión, responde con más erotismo, más ambigüedad, más libertad.

La película, sin embargo, no cae en el lugar común del ascenso lineal. Aunque organizada cronológicamente, su estructura episódica evita la clásica lógica de causa y efecto. En lugar de un trayecto triunfal, lo que se despliega es un viaje existencial, hecho de saltos, quiebres, pérdidas y reinvenciones. Vemos al joven Ney iniciarse como artesano de vestuario, descubrir su voz aguda en un coro infantil, explotar con el grupo musical Secos & Molhados y luego iniciar su carrera solista, al mismo tiempo que navega relaciones con hombres como Cazuza y Marco de Maria, y enfrenta la devastación que dejó el virus del HIV.

La libertad de Ney no es un gesto frívolo y caprichoso: es política. Su cuerpo —filmado con una cámara que lo desea y lo respeta— se convierte en su manifiesto. Cada movimiento en escena, cada traje andrógino, cada nota cantada desde las entrañas, es una respuesta al control social y familiar. El personaje se presenta como una figura anfibia, mitad hombre mitad fiera, que va mutando: al principio cubierto de plumas, pieles, brillos; al final, sobrio, elegante, dueño de sí mismo. Esa transformación refleja no solo su evolución artística, sino una identidad que ya no necesita máscaras para afirmarse.

En este viaje, Jesuíta Barbosa entrega una actuación deslumbrante. No imita: encarna. Condensa en la mirada, en el gesto mínimo, en los silencios y en la postura corporal, todo lo que Ney representó: un ser deseante, herido, libre, contradictorio. Es, sin lugar a dudas, una de las interpretaciones más potentes del cine brasileño reciente, comparable a las de las grandes biografías musicales del cine.

A nivel formal, el film es también un logro. La fotografía de Azul Serra deslumbra, la dirección sonora acompaña sin invadir, y el montaje de Germano de Oliveira mantiene un ritmo por momentos hipnótico. 

Hombre con H no es un film complaciente, ni una postal nostálgica. Es una apuesta estética y emocional que aborda con sensibilidad los desafíos de la auto afirmación en un mundo construido para la negación. En el cuerpo de Ney Matogrosso se inscriben las luchas de una generación: contra el patriarcado, contra la dictadura, contra el machismo cultural, contra el silenciamiento queer. Su cuerpo fue siempre punta de lanza y trinchera.

Imperdible.

La mejor ¿comedia romántica? de las últimas dos décadas llegó en 2009 bajo la dirección de Marc Webb y con guion de Scott Neustadter y Michael H. Weber. 500 días con ella se presenta como una historia de amor accesible incluso para el espectador masculino heterosexual poco afecto al romanticismo empalagoso, ya que en realidad esconde un relato lúcido y complejo sobre la fragilidad de la idealización amorosa, la construcción cultural de la masculinidad sensible y el desencuentro entre expectativas románticas y realidades afectivas. 

La película narra —de forma no lineal, mediante destellos emocionales— los 500 días que Tom Hansen (Joseph Gordon-Levitt), un joven arquitecto frustrado que escribe tarjetas de felicitación, pasa enamorado de Summer Finn (Zooey Deschanel), a quien idealiza desde el primer encuentro. Pero este no es un relato de amor correspondido: tal como advierte la voz en off desde el inicio, es una historia sobre la ilusión romántica, el deseo proyectado y la negación del otro como sujeto autónomo.

Uno de sus mayores aciertos es la deconstrucción del arquetipo del chico bueno romántico, uno de los lugares comunes de mucho cine independiente. Tom no es un héroe sensible, sino un narrador poco confiable: la historia está filtrada por su memoria, sus deseos y frustraciones. Summer no es una antagonista ni una femme fatale; es, desde el comienzo, una mujer transparente respecto a lo que no busca. La inclusión de una voz en off masculina adulta funciona como contrapeso maduro frente a la subjetividad inmadura del protagonista, permitiendo al espectador leer entre líneas lo que Tom no logra ver.

La película expone cómo una masculinidad educada por canciones pop y ficciones románticas puede volverse emocionalmente dependiente, proyectando sobre el otro una serie de exigencias afectivas. Tom no se enamora de Summer, sino de una versión idealizada de ella. En ese sentido, el film dialoga con obras como Annie Hall (Woody Allen, 1977) o Alta fidelidad (Stephen Frears, 2000), aunque con una mirada más contemporánea y crítica.

Desde lo formal, 500 días con ella destaca por una puesta en escena innovadora: pantalla dividida, animaciones, secuencias de baile, y montaje no cronológico ilustran el caos sentimental de Tom. Es célebre la secuencia que yuxtapone expectativa y realidad, donde lo que Tom imagina se confronta con lo que realmente ocurre, sintetizando en clave visual la disonancia entre deseo y experiencia. Otro momento brillante es el homenaje otro de los títulos señeros de la comedia romántica, Problemas de alcoba (Michael Gordon, 1959), en el que Doris Day dialogaba con Rock Hudson -cada uno desde la bañera de su departamento- unidos en el encuadre por una operación de montaje que mostraba simultaneidad afectiva. Aquí, sin embargo, ya no hay colores pastel ni conexión romántica: sólo dos cabezas separadas sobre sus almohadas por la imposibilidad de conciliar el sueño, presagiando un futuro melancólico para la relación.

Uno de los picos emotivos del film es la secuencia posterior a la primera noche de amor entre los protagonistas, donde Tom, eufórico, se sumerge en una coreografía digna de un musical clásico, celebrando en un parque como si fuera Gene Kelly. Justamente, la banda sonora —con temas de The Smiths, Regina Spektor y Simon & Garfunkel— cumple un rol esencial, anclando emocionalmente a una generación atrapada entre el cinismo irónico y el anhelo afectivo.

La película fue aclamada por la crítica: A. O. Scott, del New York Times, la definió como "una comedia romántica con un alma dolorosamente honesta", y la revista Rolling Stone elogió su capacidad para subvertir las reglas del género sin sacrificar la humanidad de sus personajes. Fue reconocida como una de las mejores películas independientes del año y consolidó la carrera del encantador Joseph Gordon-Levitt.

Más allá de sus embelecos visuales y su éxito comercial, 500 días con ella abrió un debate que sigue vigente sobre el peso de los modelos románticos heredados, la responsabilidad afectiva y la necesidad de autocrítica en los vínculos. En pleno 2025, donde los discursos sobre consentimiento, deseo y reciprocidad emocional atraviesan el modo en que concebimos las relaciones, el film conserva una potencia crítica singular. Con solo 95 minutos y una notable dosis de inventiva, el tiempo que Tom pasó con ella —aunque sólo en su cabeza— fue, paradójicamente, tiempo ganado.

Imperdible.

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