Entre la irrelevancia y el efecto boomerang: cuando los actores y músicos hablan de política
Los discursos político-partidarios de las celebridades más famosas del cine, la TV y la música, en favor de Kamala Harris, no solo no fueron efectivos: dejaron en evidencia que la industria del entretenimiento y el arte está en crisis.
- 🎤 **Críticas de Ricky Gervais**: El comediante desafió a los artistas en los Golden Globes a no usar premios para discursos políticos, alegando que no conocen "el mundo real".
- 📽️ **Crisis del cine**: La industria del cine, especialmente en Hollywood, enfrenta una crisis provocada por el avance de nuevas tecnologías y la falta de popularidad de las películas premiadas.
- 🌍 **Influencia cultural de Hollywood**: Aunque otros países producen más películas, Hollywood sigue teniendo un impacto cultural global sin igual.
- 🗳️ **Política y cine**: Desde los Clinton, Hollywood ha estado alineado con el Partido Demócrata, lo que ha influido en las elecciones y en la presentación de ciertos temas en las películas.
- 🚨 **Percepción pública**: Las celebridades pierden credibilidad al dar lecciones de moral mientras han estado implicadas en sus propias controversias.
- 💔 **Desconexión con el público**: Las películas galardonadas suelen recaudar menos y ya no captan tanto interés del público, lo que podría indicar una desconexión entre lo que Hollywood produce y lo que realmente desea ver la audiencia.
- 🎬 **Reacción a la política**: Muchos artistas han usado su plataforma para denunciar injusticias, pero sus mensajes pierden efectividad si no son percibidos como sinceros.
- 📉 **Declive del humor**: La comedia en televisión se ha vuelto más seria y menos divertida, con humoristas luchando por abordar la política sin ofender a su audiencia.
- 🎭 **Producciones poco efectivas**: Películas diseñadas con propósitos políticos han fracasado en taquilla, sugiriendo que el público se aleja de productos que parecen propaganda.
- ⚠️ **Riesgo de irrelevancia**: La insistencia de Hollywood en hacer obras politizadas podría alienar al público, amenazando su relevancia y continuidad como industria.
"No usen los premios como plataformas para dar discursos políticos", aconsejó Ricky Gervais ante una audiencia que se debatía entre el fastidio y el enojo. "La mayoría de ustedes no está en posición para dar lectura sobre nada. No conocen el mundo real. Trabajan para Apple, Amazon y Disney. Si ISIS crear un servicio de streaming, ustedes ya estarían llamando a sus agentes".
Como el bufón que provoca la ira del rey cuando dice las verdades que ninguno de sus cortesanos se atreve a señalar, Gervais incomodó a toda la elite de Hollywood presente en la ceremonia de los Golden Globes. El monólogo del comediante, aunque fue en 2020, permite entender por qué el estado de la cultura general está relacionada con el arrasador triunfo de Donald Trump en 2024.
El cine está en crisis. No es algo novedoso: el avance de las nuevas tecnologías le quitó protagonismo al medio audiovisual que gozó de indiscutida hegemonía durante gran parte del siglo XX. Pero ese es apenas uno de los factores que explican la situación actual.
Guste o no, Hollywood es el bastión más importante del mundo para el cine: por su historia, por el tamaño de las producciones, por el talento que nuclea y por su capacidad de influencia cultural más allá de las fronteras de Estados Unidos. Ese último es uno de los puntos más importantes, porque Nigeria o India podrán producir más películas. Algunos países podrán producir "mejores" películas, pero ninguno ejerció tanto poder para influir sobre algo más que la cultura de todo el mundo. Pero es un modelo industrial que está en decadencia y estas elecciones lo dejaron más claro que nunca.
El Nacimiento de una Nación, El Acorazado Potemkin, El Triunfo de la Voluntad, Casablanca, y varias más, son películas que demuestran que el cine no desconoce la propaganda. Títulos que movilizaron a los espectadores, que ejercieron influencia en decisiones políticas y hasta lograron que la vida real imitara a la ficción, como sucedió con las cruces que portó el KKK a partir de la película de Griffith.
En su siglo de apogeo, como reconocía Borges cuando decía que el cine había recuperado la épica que la literatura había olvidado, el cine fue un gran instrumento político capaz de escribir la Historia con la fuerza de un rayo.
El matrimonio Clinton comprendió que podía contar con una de las industrias más poderosas del mundo cuando empezó a tejer redes de influencia en California durante la década de 1990. Durante esos años el cine todavía era grande: películas como Forrest Gump, La Lista de Schindler, El Silencio de los Inocentes, Danza con Lobos, y Titanic llenaban las salas pero también arrasaban con los premios Oscar. El público las iba a ver al cine, no esperaba que salieran en televisión o en VHS. Aún aquellas que no recaudaban tanto, como Tiempos Violentos, tenían un impacto cultural gigante.
Los Clinton comprendieron la lección de El Ciudadano: no se puede hacer política sin controlar los grandes medios de comunicación de masas. Con gran habilidad política, lograron que Hollywood se vistiera de azul demócrata.
La simbiosis se hizo notar con el paso del tiempo. En 2012, fue Michelle Obama la que anunció que Argo era la ganadora del Oscar. Para esa fecha, Hollywood ya estaba embelesado con el Partido Demócrata. La luna de miel se trasladaba a producciones que representaban problemas sociales, temas serios e importantes.
Como una suerte de reparación histórica y simbólica, durante la presidencia de Obama empezaron a reconocer películas sobre el racismo, la esclavitud y las minorías, premiando a intérpretes y cineastas que durante mucho tiempo habían sido negados. En apariencia, Hollywood parecía estar reconociendo sus errores. Pero las apariencias son eso: apariencias.
Las celebridades lloraban frente a cámara cuando escuchaban la canción de Selma, la película sobre Martin Luther King. Aplaudían de pie a Spike Lee (el director de Haz lo Correcto que había sido ignorado en 1989) cuando le daban en 2019 el Oscar por El Infiltrado del KKKlan. Celebraban que Pantera Negra, la "primera película de superhéroes interpretada por un actor negro" (narrativa que construyó Disney, tratando de que nadie recuerde películas como Blade) se llevara varias estatuillas el mismo año. Pero durante la década pasada creció un problema más grande: las películas que Hollywood decidía premiar cada vez recaudaban menos en todo el mundo. El rating de la ceremonia se desplomaba año tras año.
Las películas habían dejado de ser populares o, por lo menos, al público ya no le interesaba lo que la industria o los críticos reconocían como lo mejor. El mayor contraste se notaba cuando películas como La La Land, que arrasaban con algo más que los premios técnicos y que además habían sido muy taquilleras en todo el mundo, perdían el premio mayor contra películas como Luz de Luna, la historia de un joven negro que sufría bullying por ser gay.
Luz de luna, como Una Noche en Miami, Selma o La Madre del Blues, fueron películas también alabadas por la crítica, que con mucha rapidez en algunos casos decretó que eran obras maestras del séptimo arte.
No solo fueron ignoradas cuando pasaron por el cine, tampoco gozan de mucho prestigio si se analizan los promedios o comentarios en IMDb o Letterboxd, redes sociales de cinéfilos.
En Hollywood no hay solo cine: también exista la televisión. Más allá de las ceremonias de premios, las celebridades decidieron convertirse en justicieros sociales que denunciaban las desigualdades del mundo y, sobre todo, atacaban a los rivales políticos del Partido Demócrata. Cuando Trump empezó a convertirse en una amenaza real capaz de disputar el liderazgo político de los demócratas, dejó de ser un chiste. Hollywood amaba a Trump y Trump amaba codearse con los famosos en las fiestas más exclusivas. Hasta que se convirtieron en enemigos.
Durante las últimas semanas de campaña, todos los días aparecía alguna nueva celebridad para expresar su apoyo a Kamala Harris. Taylor Swift, Robert Downey Jr., Mark Ruffalo, Scarlett Johansson, George Clooney, Harrison Ford, Lady Gaga, Beyoncé, Jennifer Lopez, Michael Keaton, Eminem y un largo etcétera que parecía estar más alineado (y alienado) que nunca en favor de un candidato.
Pero hubo un gran error de cálculo de parte de toda la industria que terminó como efecto boomerang. Una interpretación equivocada sobre la legitimidad, la fama y el poder para influenciar a los espectadores.
Muchas de estas figuras estuvieron en las fiestas de P. Diddy. Por supuesto, eso no las hace culpables de nada. Pero, frente a los ojos del público de todo el mundo, el argumento podría ser el siguiente: "¿Por qué estos millonarios de California dan lecciones de moral cuando encubrieron durante años a personas como Harvey Weinstein o P. Diddy?". Del productor y acosador Weinstein, además de los Clinton, Obama y Trump, fueron amigos casi todos mientras tuvo poder.
Pero hay un problema mayor, además de P. Diddy, Weinstein o los posibles casos que todavía se desconozcan: las celebridades pierden legitimidad porque mientras dicen una cosa hacen otras.
El problema de legitimidad va de la mano con la confianza. Los apoyos a veces no parecen declaraciones sinceras y espontáneas. Cardi B. no sabía qué decir cuando se rompió el teleprompter y tuvo que leer su apoyo a Kamala Harris desde un celular que le prestaron en vivo y en directo.
¿Se puede creer en la palabra y el compromiso político de actores que hablan bien de ciertos roles y empresas solo cuando les conviene, para ganar premios?
Por eso las disidencias dentro de Hollywood, como pueden ser las de Clint Eastwood o Mel Gibson, causan más estupor y revuelo en las redes sociales. Se puede coincidir o no con la identificación política de esos casos, pero parecen expresiones sinceras cada vez que hablan. Y ese es otro problema: la industria castiga y trata de apartar a todos los que no estén alineados con el partido.
Sean Baker, el director de Anora y Proyecto Florida, rápido de reflejos, eliminó todos sus "me gusta" de Twitter cuando descubrieron que simpatizaba con las ideas de políticos de derecha. Puede que Baker gane el próximo Oscar, pero el caso es interesante porque revela que todavía hay temor por ver con buenos ojos a otro partido político.
Junto con la falta de legitimidad, hay una confusión respecto a la fama y al poder para ejercer influencia de parte de las celebridades. Como dijo Quentin Tarantino, las estrellas de cine están en extinción. Con todos los apoyos para Harris, Hollywood desnuda que las celebridades son cada vez más irrelevantes en el panorama general. Que un cantante que llena estadios haga una película no significa que esa película vaya a vender la misma cantidad de entradas, como sucedía el siglo pasado. La misma lógica aplica cuando un cantante llama a votar por un candidato, cualquier sea. Más allá de los fanáticos acérrimos que hacen caso omiso a sus ídolos, ¿existe el poder de influencia sobre el público general? Los hechos parecen indicar que no.
Es razonable creer que algunas figuras del espectáculo emiten discursos políticos partidarios porque realmente lo sienten. Pero surge un nuevo problema en el contexto que impera: ¿es efectivo el discurso, o causa el efecto contrario al deseado?
En Elvis, la divertida biopic camp dirigida por Baz Luhrmann, hay una secuencia reveladora: la estrella del rock se conmueve ante el asesinato de Martin Luther King. Quiere pronunciarse políticamente, pero su mánager trata de disuadirlo diciéndole que ese evento no tiene nada que ver con ellos. "Tiene que ver todo con nosotros", dice Elvis. Hasta ahí, uno podría considerar que muchas celebridades, en la vida real (en el mejor de los casos) se comprometen con causas políticas porque ellos también son ciudadanos y, sobre todo, personas que conviven en este mundo. Que se pronuncian por voluntad propia.
Elvis, en la ficción de Luhrmann, no quiere cantar una canción navideña más comercial, apta para todo público. Quiere hacer una declaración política. ¿Cómo se resuelve esa tensión? El músico recuerda algo: "Un reverendo me dijo que cante las cosas que no se pueden decir". Elvis, en vez de cantar el especial navideño que deseaba su mánager, optar por hacer una performance para televisión de If I Can Dream. Se expresa a través del arte. Y esa expresión, tanto en la ficción como en la vida real, es un éxito comercial.
La industria del entretenimiento, parafraseando lo que decía Joel Schumacher, es cada vez más industria y menos entretenimiento. Se hace evidente en un género que ha sufrido el espíritu de nuestra época como pocos: la comedia. Los humoristas no solo se cuidan para no ofender a nadie, tampoco saben qué hacer cuando no dirigen su humor a los rivales políticos. Saturday Night Live parecía un ambiente de velorio ante la victoria de Trump. Algunos anfitriones de TV, como Jimmy Kimmel, lloraban frente a cámara por la reelección del republicano. ¿Por qué casi ningún humorista hizo humor? No demuestra solo una visión infantil de la política, demuestra la falta de cintura para salir airosos ofreciendo aquello que buscan sus seguidores: humor.
Es lógico que las ceremonias de premios o los programas de cómicos pierdan audiencia año tras año. No tiene que ver solo con que la "TV tradicional pierde terreno frente al streaming". Podemos pensar en el siguiente ejemplo: ¿cómo se sentiría un comensal si, cuando le sirven la comida en su restaurante favorito, fuera el chef a su mesa para expresarle su postura política y decirle a quién tiene que votar? Eso es lo que sucede con gran parte del cine y la televisión. Como en la vida cotidiana, hay espacios, momentos y lugares adecuados para hablar de política. A veces hay que saber en qué situaciones es mejor guardar silencio.
Esta decadencia se hace evidente en las producciones e historias que se eligen contar en la pantalla grande. La película El Aprendiz es el equivalente a lo que se conoce como una hit piece: una pieza hecha para golpear la reputación de una persona. Es una biopic que imagina sin ninguna sutileza el ascenso de Donald Trump como un personaje malvado, traicionero, tacaño, y todos los adjetivos peyorativos que a uno se le puedan ocurrir. Lo transforman en una caricatura sobre la que recae violencia simbólica.
La película es reveladora de algo más: la corrección política parece estar quedando de lado en algunos aspectos, para los de izquierda o derecha. En El Aprendiz, la película se burla varias veces del cuerpo de Trump. Asocia su apariencia con la perversión, la maldad y crueldad.
Es interesante notar la cantidad de nombres que reciben crédito como productores de El Aprendiz, una película específicamente diseñada para incidir en la campaña electoral. El problema es que ni siquiera vendió entradas para quienes están en la vereda de enfrente del presidente reelecto de Estados Unidos. La película costó US$ 16 millones y apenas recaudó US$ 11 millones en todo el mundo. Es decir, no la fue a ver casi nadie.
Un resultado todavía más penoso es el de aquellas películas hechas (no solo en Estados Unidos) como panfletos para limpiar la imagen de políticos: Southside With You, para citar un ejemplo de una biopic sobre Obama, fue todavía más intrascendente que El Aprendiz. Como si el público descubriera las intenciones de las películas que sirven como propaganda política, en su forma más bruta, y las evitara.
No se trata de la simpatía o el rechazo que pueda generar cualquier candidato político, ni siquiera del gusto particular sobre determinadas obras. El problema es que son obras que pretenden ser políticas, ¿pero tienen la sofisticación artística de El Acorazado Potemkin, la sutileza de El Gatopardo, la gracia de El Gran Dictador o la sensibilidad de If I Can Dream? ¿Si el público las ignora, para quiénes están hechas, si ni siquiera tienen buenos promedios de parte de los espectadores o la crítica?
Hay talento, hay historias que merecen ser contadas y todavía hay grandes películas o canciones, aunque cada vez parece más difícil encontrarlas. Pero si la industria (no solo de Hollywood) sigue obsesionada con bajar línea política partidaria de la manera más torpe e hipócrita, ya no dejarán de lado solo el entretenimiento: correrán el riesgo enajenar al público, cada vez más reducido, que lo sustenta y perder una audiencia mucho más grande.
La irrelevancia ya no será solo de las caras famosas: será de la industria entera que devaluará lo que hasta ahora entendemos como arte.